14 ¡Pueblear en el D. F!

Escrito por cavilaciones el 14 noviembre, 2010

LA CASTAÑEDA INQUILINA10 de noviembre de 2010

Resulta que mi pata de perro me llevó en octubre a recorrer barrios en la ciudad de México, pueblear dentro de la Capital, parece una locura y hasta de alto riesgo tomando en cuenta la caótica inseguridad que la guerra narcótica ha instalado en nuestra vida diaria. Ateniéndonos a las noticias que a toda hora escuchamos es de pensar el aventurarse por las calles de cualquier población nacional, no importa si tienen mil changos viviendo dentro de sus límites o es todo un zoológico de cientos de miles o como se mide ahora de millones de seres rondando en sus
parajes todos ellos dignos de ser cazados de acuerdo con los parámetros de los acosadores de nuestra tranquilidad. Así las cosas la vida sigue y no podemos constreñirnos a los límites de nuestras viviendas, encerrados nuestra paranoia alcanzaría niveles de la famosa casa de la risa de la Castañeda, por años el socorrido manicomio, creo que nacional, que don Porfirio construyó en el pueblo de Mixcoac y que fue cerrado en el siglo pasado por ahí de los setentas. Seguir viviendo es razón poderosa para sobreponernos y lanzarnos a las calles, claro, en las horas que pudieran ser más seguras. En el pedaleo turistero has de darte cuenta así como a mí me ha constado que hay un sinnúmero de personas, nacionales y un buen número turistas, que piensan igual. Salir, caminar las calles, cafetear en la esquina, descansar sentados en la orilla de la banqueta, recorrer los changarritos de los innumerables y emprendedores artesanos y comerciantes de todo que se apoderan, probablemente con la autorización de la oficina delegacional a la que corresponde otorgarlos ya sea por la vía legal o a lo mejor quien sabe de la dadiva simulada, de las banquetas o de media calle con el riesgo de ser pisados por las llantas de los autos que también tienen derecho de usarlas. Esto es mucha mejor terapia que calentar un sillón con un locólogo al lado y sus respectivos onerosos honorarios. Si callejear les llama y lo hacen, bravo, si no lo hacen inténtenlo, es gratificante descubrir que nuestros recuerdos a pesar de todo siguen ahí ajenos a la agresividad latente.

Un día, San Ángel, Bazar del Sábado, el jardín del arte, sus restaurantes con terraza hacia la calle, la iglesia de San Jacinto. Parecen ser las mismas caras que hace diez, veinte, treinta años viste al otro lado del mostrador, están igualitos o serán sus hijos; lugares privilegiados que los pioneros visionarios ni locos de atar los soltarían. Deambulando las horas se te van como agua sobre arena, sin darte cuenta lo que empezaste a las once lo terminas a las cuatro o cinco. El chiste es haber guardado las energías suficientes para regresar hasta donde estacionaste tu coche. Lo mejor es dejarlo en alguna pensión comercial con la seguridad de que está menos inseguro que en cualquier calle, además con la demanda de espacios para aparcar en las cercanías del lugar es prácticamente imposible.

Otro día, Coyoacán, sin puestos en las tres plazas que al fin de cuentas es una sola, Jardín Centenario con el antiguo arco colonial, dominico o franciscano, ahí donde están las nieves Siberia, Plaza Hidalgo casi atrio de la Parroquia de San Juan Bautista y enfrente de lo que fue Palacio de Cortés y la “Casa Colorada” o de La Malinche el Jardín Hidalgo con su kiosco porfiriano mero en medio. Del circo de tres plazas que era sábados y domingos este es otro Coyoacán, digno de su prosapia. Si San Ángel siempre me ha parecido típico, Coyoacán para mí siempre ha sido regio y con sus plazas libres para caminarlas a tu antojo súper regio. Será esta la razón por la que no vimos tanta gente, tantos  consumidores callejeros, puede ser, pero para disfrutarlo con la calidad que seguramente lo hicieron los pobladores de antaño bien vale la pena. Dejamos el auto allá por los Viveros, se lo encargamos a uno de esos denostados franeleros que portan su gafete de cuida-coches autorizado “aista bien jefecito yo se lo cuido, ¿se lo lavo?” y con la bendición del señor de la franela “no se preocupe” partimos a callejear
hasta el centro. En el camino topas con varias cafeterías banqueteras pero terminamos en “El Jarocho” donde presumen el mejor café de Veracruz, acompañado de una simple y corriente, ahí mismo las venden, y algunos churros, sabrosos como los de “El Moro”, del local a la vuelta; nos sentamos a disfrutar el café y su compañía; sacas de inmediato la tijera chismorrera, le echas tasajeada a Pedro Juan y varios, por abajito pero los afectados bien que se dan cuenta por tu mirada vitriólica y en ese momento descubres que ya eres el plato principal de su comidilla, ellos ya te están haciendo trizas, a lo mejor con mucho mas filo que tú. El que se ríe se aguanta.

Total que después de mucho caminar por donde vaya saliendo, descubriendo casonas, sus caras maquilladas con colores a la cal y sus portones de madera con la pátina ganada por la afanada aplicación de cera, algunas son museos, otras escuela de arte, o solo casas habitación muy bien cuidadas, bares en esquinas que te atraen con su sabrosa oferta y a la hora apropiada te lanzas por una cheve bien fría rodeada de botanas cantineras tan propias de todas nuestros antros alcoholizadores, sobre todo si tu deambular fue regado por un sol con toda su intensidad  diurna, y si no ¡también! Fondas y restaurantes por dondequiera, comida mexicana, italiana, internacional o de todas en el mismo lugar, ahora le dicen cocina fusión ¡ah! No te sientes a comer en ningún lado si no has visitado las fondas hacinadas atrás de “la Parroquia”, toda la colección de formas de masa nixtamal, sopes-huaraches-tlacoyos-peneques-tacos-quesadillas, y el montón de guisos para rellenarlas, o el mercado poco lejos del centro, que barbaridad, la cocina mexicana en su máxima expresión, de verdad que no te la vas a acabar. Estando
ahí lo más difícil, primero, es escoger que comer y segundo encontrar donde sentarte. Barra corrida frente a los cazos llenos de sabrosuras con diligentes servidores aturdiéndote el oído con su vozarrón y el entendimiento con su menú en avalancha. Ya que no has tenido tiempo de asimilar de que se trata el agua que llena tu boca y la mirada agobiada de tantos platillos te ayudan a señalar que es lo que se te antoja. El saborear el contenido de lo que escogiste y que ya te sirvieron en un santiamén confirma lo acertado de tu selección cualquiera que esta haya sido. Acompáñalo con un vaso de agua fresca, horchata-Jamaica o cualquier refresco y en algunos lugares con cerveza.

Si no te gusta la barra, súmate y experimenta la verdadera democracia, hay mesas comunitarias donde el espacio para comer es el mínimo. Hay que estar bien dispuesto a los codazos que se reparten para hacerse de lugar y cuidado al levantar el brazo con el bocado en tembloroso equilibrio, no vayas hacer el oso de mancharte con el vecino desconocido. Y a compartir la sal y las salsas y la tertulia familiar de los vecinos y hasta el modo de comer. Un batallón de rústicos meseros a tu servicio toman las ordenes y reparten lo solicitado con precisión milimétrica sin haber apuntado nada, ¡que memoria! Si la comida no te llama encontraras licuados de frutas o vasos llenos con frutas picadas de la estación, parece que ya todo el año es estación, cubiertos con sal-limón-chile en las cantidades que gustes o que tu lengua sea capaz de soportar. O
simplemente pasea por los pasillos, puestos de carnitas, chicharrón, barbacoa, frutas y de verduras, adéntrate en los túneles formados por toda clase de chunches que cuelgan sobre la cabeza de los mercantes y que angostan los pasillos para que el roce entre los marchantes y parroquianos no pase de un codazo un empujón o un decente déjeme pasar sin que nadie se moleste. Canastos, ollas, cazuelas, telas, disfraces de princesas o monstruos también de temporada, papel picado, banderas banderines, camisetas de “viva México cab…” “no estoy gorda, solo
pasada de buena” y mucho mas, dulces industriales y artesanales, piñatas o lo que algún día se te ocurra por extraño que sea aquí lo has de encontrar. En el parquecito de junto algo de son veracruzano o música tropicalona emitida por un trío de tres apoyado con discos, bocinas y al son del danzón algunos aventados deslizan sus conocimientos sobre el pavimento y la polilla que van regando. Al igual que los músicos una mezcla de añoranza y juventud soñadora. Hay que verlo para gozarlo. Cómprate una nieve del carrito familiar en la esquina. Seguro repetirás.

Coyoacán, fundada por los toltecas allá por el siglo XI D.C., ya existía cuando Cortés arrasaba hasta la última piedra la capital del imperio azteca. Los nativos pusieron pies en polvorosa cuando los invasores forrados de metal y precedidos por su maloliente fama, vacunados contra sus propias enfermedades, portadores de virus mortales, con cientos de aliados ex súbditos del derrotado Moctezuma y del tardío emperador Cuauhtémoc, se acercaban a su terruño. Ixtolinque, el cacique local, ladinamente dio a Cortés hospedaje (all-inclusive) y terrenos a cambio
de seguir siendo gobernador y favorecer todas las acciones españolas. Tierra privilegiada la orilla del lago de Texcoco que albergaba la lacustre y extraordinaria Tenochtitlan, así es la versión de los mismos deslumbrados e incrédulos españoles, se convirtió en la sede del primer ayuntamiento de la Ciudad de México mientras se reconstruía la capital; aprovechando el relax Cortés y sus compinches se repartían el botín obtenido en su arrasadora victoria. Dos años se quedo la capitanía española en esta sede donde se construyeron los primeros edificios coloniales, el Palacio Municipal o Palacio de Cortés ahora oficinas de la delegación. Aquí se asentaron los primeros franciscanos y los  dominicos que aprovecharon la hospitalidad de sus correligionarios mientras encontraban donde asentar su propio monasterio. En los alrededores del conjunto monacal franciscano-dominico, los premiados españoles construyeron sus viviendas, casonas esplendorosas de las cuales sobreviven muchas.

Hernán Cortés les regaló a estos frailes 20 mil metros cuadrados, bien fácil es regalar lo que no es tuyo. Los dominicos fueron los propietarios originales y más tarde cedieron sus derechos a los franciscanos. Solo necesitaron 30 años (1522-1552) para construir su monasterio con la huerta y el templo de San Juan Bautista, mano de obra, artesanos, artistas, materiales, todo de alta calidad, la tenían a espuertas y con el apoyo del cacique Ixtolinque, ya bautizado Juan de Guzmán y su mujer, todo fue como echarse un trompo a la uña. Construyeron una iglesia de tres naves la cual se cayó al quitar la cimbra. Ya para la segunda mitad del siglo XVI con la intervención de los frailes franciscanos Juan de la Cruz, el diseñador, y Ambrosio de Santa María, seguramente sabían mas de construcción de templos, levantaron lo que sería la Parroquia de San
Juan Bautista. Digo que seguramente sabían mas por que el resultado es hermoso, fachada plateresca, la Capilla del Rosario; el retablo dorado, barroco churrigueresco, es del siglo XVII. Reitero que es hermoso desde la base hasta ese techo de un claro enorme para la época. Estando ahí no te queda más que sentarte y embobarte, disfrutar plenamente la tranquilidad que vibra en su interior al ritmo de tu corazón, se te va el tiempo, pasa volando. En cuatro siglos le han metido mano varias veces. Dicen las crónicas que 1804 la reedificaron y entre 1926 y 1947 fue remodelada. No perdió un ápice de su belleza interior y exterior ganando valiosas pinturas en su ornamentación. Me quedo corto, habría que escribir todo un libro, y seguiría muy corto; una visita les diría más que mil fotografías.

Ya lo saben, soy responsable de todo lo que aquí expresado.

Así de simple, ¿o no?

Eduardo

(Eduardo Gama Barletti)

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